Mi pelota mágica





La escuela estaba repleta de hojas secas caídas desde los árboles, hasta el suelo. Barría el piso el portero del lugar con su escoba de espinas de peces prehistóricos, me contó el dato mi abuela, el día en que le pregunté por qué le faltaban pelos. Abrí la puerta con cuidado, para que nadie notara mi presencia en el lugar. Mamá no sabía que yo estaba allí, mamá creyó que yo estaba en el parque, frente a la puerta de mi casa, jugando… En realidad yo quería jugar, pero pensaba todo el tiempo en mi pelota, la que había dejado olvidada en la escuela. No soportaba la vida sin esa pelota. – Papá quiero esa pelota, esa pelota quiero, esa pelota quiero, quiero, quiero. Y me eché a llorar en el piso. – Hijo, en esta feria hay pelotas feas, yo te voy a comprar una mejor mañana. Mi llanto se prolongó por varios minutos más, y al reponerme del berrinche, mi papá, mi héroe, me había salvado del fin de mi pequeño mundo con ese balón.

Mamá una tarde me vio intentando rayar la pelota. Tuvimos entonces la conversación más seria que podía haber tenido en toda mi vida: hijito, si rayas la pelota, ella llora, es una niña, y a los niños no se los maltrata. Acércate amor, escucha que está calladita, pero si la rayas, llora. Vaya, mamá me había enseñado que yo, Marcelino Pérez, era el dueño de la pelota mágica.

-Mi pelota es la única en el mundo que puede llorar, y ustedes no la tienen. – dije en el patio, en medio de un círculo que habían armado mis amigos junto a los columpios en el patio de la escuela.
-Y si puede llorar, ¿por qué es que no la he escuchado llorar? Tú eres un mentiroso, Marcelino es mentiroso, mentiroso, mentiroso, mentiroso. – Dijo Moni
-Mi pelota es mágica, ella llora, y no me creas, no me importa, y tampoco voy a permitir que le hagan daño, nadie la va a hacer llorar jamás.
-¿Y cómo sabemos que es verdad si la pelota no llora nunca? Replicó Andrés, desde el columpio, en medio de una hazaña, casi llegando al cielo.
- Porque mi mamá me lo dijo y mi mami no es como ustedes, mentirosos todos. – Exaltado respondí.

El silencio abrazó el lugar. La pelota en mi regazo, todos querían jugar con ella cuando comprendieron la virtud, la vida de mi pelota. Y ya sabía yo que ella si soportaba las patadas, en su condición de balón, pero, ¿y si la rayaban o metían algún objeto punzocortante? Así es que no permití que nadie la tocase. Algunos la acariciaron un poco, yo la llevé hasta el sector del salón donde podíamos dejar nuestras cosas. En mi casillero reposó ella todos los días luego del receso.

Mis compañeros les contaron a la tía Eugenia, mi maestra encargada. Ella fue muy buena con mi pelota, siempre verificó que estuviera bien ubicada en su sitio, que mis amigos no la tocaran. La pelota mágica la llamaron en adelante todos los de mi salón, incluyendo a mi maestra, la tía.

El último día de clases, las vacaciones, el verano, la playa, todos soñábamos los planes que tendríamos para los largos meses venideros que disfrutaríamos en compañía del sol, seguramente. 

Salí ese recreo, con mi pelota, mi compañera de todos los días, y quería conversar con alguien. Le conté que mamá quería darme un hermanito, y que yo no quería hermanito ni hermanita, porque quería el cariño de ellos entero y total para mí. Estaba en la cancha de básquet, sentado viendo jugar a los demás niños. Se dañó el balón que usaban ellos, así es que me pidieron prestada a mi pelota mágica, se las presté porque sabía que simplemente querían jugar y no hacerle ninguna travesura extra que la despertase de su sueño y la hiciera llorar. Nunca permitiría que le hicieran daño, nunca, se lo prometí a mamá, me había olvidado de comentarlo.

La campana de finalización del recreo sonó. Yo tenía que ir de inmediato a clases de pintura, mi favorita, y mi pelota mágica seguramente se estaba divirtiendo en medio de aquel juego. Se acercó a mí el entrenador del equipo y me pidió que por favor le prestara a mi amiga y me aseguró que él la haría llegar a mi salón inmediatamente culmine el juego. Me fui pensando que había hecho feliz al equipo y a mi pelota, no podía sentirme más feliz que viendo tantas sonrisas juntas. Yo casi ya no jugaba con ella porque le había agarrado un cariño único, un afecto infinito, y cómo no hacerlo, si me escuchaba cuando necesitaba alguien cerca, me prestaba su tiempo para acompañarme. A veces, no hacía nada por las tardes encerrado en mi habitación, cuando mamá se acercaba, yo tomaba un muñeco, un Jedy, y simulaba una guerra entre galaxias. Mamá se marchaba y yo volvía a contemplar el cielo desde mi ventana, con mi pelota mágica en los brazos. Ella no tenía que hacer nada, me daba la compañía que solo un amigo podía darme. A veces tuve la sensación de que ella reía, pero tal vez fue solo mi impresión. Papá una noche mientras cenábamos me dijo que ella estaba silenciosa todo el tiempo, que lloraba si yo la hería o rayaba o coloreaba sobre ella, porque no le gustaban los colores tampoco, que eso la hacía triste. Papá y mamá, mis ídolos cuidando el bienestar de mi pelota. 

Las 12:30 y las vacaciones habían llegado. Mamá fue por mi hasta el salón aquella tarde, apresurada me agarró de la mano, y yo intentaba decirle que aún no me habían dado de vuelta a mi amiga, pero ella no me escuchó ni una a, ni una e, ni nada. Mamá estaba muy empecinada en el tiempo contra reloj que la movía como a una autómata, a su antojo. Me fui, y yo planeaba todos los días cómo llegar a la escuela. Le propuse a mamá que me llevara a jugar un día pero fue imposible. No le podía decir que era por la pelota porque sería semejante irresponsabilidad de mi parte no haberla cuidado lo suficientemente bien, siendo ella tan especial, tan susceptible, tan mágica, que de seguro no volverían a confiarme un regalo tan maravilloso como este jamás en la vida. 

Cada vez que me preguntaban por la pelota yo decía que me había aburrido de ella, que estaba guardada en un lugar secreto, dónde solo ella y yo sabíamos encontrarla.

Mi pelota en el centro de la cancha de básquet. Mis ojos saltaron al verla, mi corazón se estremeció tanto que latía por fuera del pecho. Temí que estuviera llorando. Estaba allí abandonada, allí tomando sol. Saqué de la mochila que cargaba puesta el frasco de bloqueador solar que mamá me obligaba a llevar a todas partes, la unté porque el día era tan amarillo que podría jurar que ella terminaría ardiendo en llamas si no hacía algo en ese momento.

La operación era un perfecto triunfo, la metí en la maleta, caminé hacia la puerta, y papá llegando a buscarme con policías a la escuela. Me desmoroné. Cómo podía ser posible que papá hubiese llegado a la escuela si me escapé tan bien de casa, mamá no se dio cuenta. Y resulta que sí, cuando nadie supo de mí en el barrio, llamó a papá, salió corriendo de la oficina a llamar a la policía y buscarme por todos lados.

El abrazo me partía un poco los huesos, pero alcanzaba a respirar al menos. Mi pelota cayó al piso, y mi papá la pateó, lejos. Grité, lo solté, corrí tras ella. Papá me alcanzó.

-Lamento decirte Marcelino, que tu pelota no es mágica, creo que dejé que fuera muy lejos este asunto, debes saber que fue una idea de tu mamá para que la cuidaras, para que aprendieras a valorar las cosas que te compramos, que les tomes cariño, pero siento que esta ocasión se nos pasó la mano con esto. Perdóname hijo, yo sé que quieres mucho a esa pelota, pero no voy a permitir que sigas arriesgándote por objetos insignificantes, que arriesgues tu vida cruzando una calle solo, tu solo tienes 6 años, no tienes idea de lo peligroso que es que salgas a la calle solo, los peligros, todos están en la calle, y los niños tienen a sus papás que les solucionen sus problemas. Podías decirle a mamá o a mí que tenías un problema, que olvidaste la pelota, pero llegamos a estos extremos.- Concluyó papá.

Yo partí en llanto. Lloré desconsoladamente toda mi desdicha, sí, mi desdicha, ya no era yo el niño especial sobre la tierra con la pelota mágica, ahora volví a ser un niño más. Mi historia no quedaría para los libros, ya no sería yo como Sebastián en La Historia Sin Fin. Ahora volvía a ser Marcelino Pérez, sin amiga mágica que le convirtiera sus días en verdaderos milagros mágicos, a quién cuidar, proteger, con quien contemplar el cielo, a quién contarle sus más íntimos secretos. ¿Cómo volver a la escuela el siguiente año y decirle a mis amigos que todo fue mentira, que mis papás me habían engañado?

Papá me abrazó, y en ese abrazo ahora sí sentido, abrazo partido, partido de verdad, mis lágrimas formando cortinas con el mundo, divisé a mi pelota en esa bruma de lágrimas, a lo lejos. Y la escuché llorar.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         Minda  

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