Un día de la Filósofa de Pacotilla.



Un día más. Algunos me contradicen. Opinan que esto es un día menos. Días y días. Pero hoy solo es un buen día. Sonó la alarma, el trabajólico sol se levantó primero que yo. Lo supe al abrir los ojos. Ahí estaba él sobre mis sábanas. Entrando a las fuerzas a mi casa. Empujándose por entre una rendija de la cortina. No le dije nada por colarse. Abrí la ventana para dejarlo entrar con furia a mi mañana. Le dejé pegarme. Vamos Sol, golpéame con fuerza. Me azotó el rostro. Mis piernas en loto me enraizaron. No al piso sino al equilibrio. Mi cuerpo se siente flor. Estoy brotando como la primavera. Hacia adentro. Voy creciendo como un árbol grande. La copa del árbol es la raíz y la raíz la copa. El árbol que en sus dos lados crece hacia el infinito. Crece pero no se expande ni se contrae.  Solo está creciendo. Allí están mis ojos abiertos hacia adentro. Mis párpados los cubren del mundanal espectáculo. Los misterios del mundo revelados en la quietud del espacio que está adentro y afuera. Puedo verlo adentro mejor. Puedo ser allá. Donde pierde relevancia el ruido diario. Comprendo entonces que sin ser uno de los mosqueteros soy uno en todos y todos en uno.  El universo deja de ser entonces una definición. Ya no es. No llega a ser nada. Se destruye el concepto y queda un silencio grande indefinible. Definir significa delimitar nuevamente. Decir qué es. Poner un límite. Prefiero sentir y dejar los conceptos para los filósofos. Yo soy filósofa sí. Pero de pacotilla. Y a los filósofos de pacotilla se nos permite violar nuestra condición de sabios. Transformarse en ignorantes. Sentada aquí desaprendo. Estoy volviendo a alguna parte de la que salí. Volver significa ser. Es un viaje hacia allá. Y un profundo viaje hacia aquí y ahora.


Mindi

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¿Qué movía al mundo ese día?



¿Qué movía al mundo ese día? Era el viento sobre la copa de plástico, movediza ella, bailando sobre el mantel. Moviendo a su antojo los escombros de la fiesta de anoche. Sí, eso debía ser. El ventarrón. Él, que divisaba el espectáculo desde la esquina de su vieja sala. El marco oxidado de su ventana conducía la vista hacia la mesita del portal de la casa continua, donde la danza aquélla sucedía. Su piano y su música desde el alma hacia los dedos, y desde ahí hacia el mundo. Chopin, Opus 25, N. 9 en sol bemol mayor, decía mucho, no decía nada. Callaba y su silencio abrazaba el cuadro, la escena. El mundo desde su ventana. La lámpara colgada del techo y sus gotas de lluvia congeladas en cristal, danzando con el viento, no con su música. Pero su música, su pieza melódica a él le llenaba el alma. La rebosaba. El piso a su alrededor, un lago de él mismo mientras el tocaba. Volvía a tocar y moría. Aunque fuera vida lo que hacía con sus manos en ese piano, se extinguía por el simple gusto de volver a nacer. De reaparecer en existencia. De sentir el orgasmo de la muerte y el éxtasis de la vida, otra vez. Muchas veces otras veces. Despertaba el gato que reposaba sobre el piano. Su gato. El viento seguía moviendo ése mundo. El viento violaba su nariz, y los poros de su piel. Era el mismo viento que posado estaba sobe la mesa de la copa y del mantel y que movía al mundo. ¿En realidad movía éste al mundo? ¿Era su música o era el viento? O ninguno de los dos. O los dos. ¿Simbiosis? La pieza musical repleta, repleta de eso, de música, retiraba el sonido en cada pausa y dejaba el hueco perfecto en donde reposar el alma, y disfrutar la vida, ese soplo de instante, ese pestañeo que es, que no tiene mucha descripción. Solo es y ya. Solo puedes perderte en ello y respirar. Y sentir. O perderte de ello y estar muerto en vida.

Él sabía de esto. Él solo hacía música, aunque sabía que era lo opuesto en realidad. Que ésta lo iba haciendo a él.


Minda




Gracias Chopin por la inspiración:
Chopin, Opus 25, Nº9 en Sol bemol mayor

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Mi pelota mágica





La escuela estaba repleta de hojas secas caídas desde los árboles, hasta el suelo. Barría el piso el portero del lugar con su escoba de espinas de peces prehistóricos, me contó el dato mi abuela, el día en que le pregunté por qué le faltaban pelos. Abrí la puerta con cuidado, para que nadie notara mi presencia en el lugar. Mamá no sabía que yo estaba allí, mamá creyó que yo estaba en el parque, frente a la puerta de mi casa, jugando… En realidad yo quería jugar, pero pensaba todo el tiempo en mi pelota, la que había dejado olvidada en la escuela. No soportaba la vida sin esa pelota. – Papá quiero esa pelota, esa pelota quiero, esa pelota quiero, quiero, quiero. Y me eché a llorar en el piso. – Hijo, en esta feria hay pelotas feas, yo te voy a comprar una mejor mañana. Mi llanto se prolongó por varios minutos más, y al reponerme del berrinche, mi papá, mi héroe, me había salvado del fin de mi pequeño mundo con ese balón.

Mamá una tarde me vio intentando rayar la pelota. Tuvimos entonces la conversación más seria que podía haber tenido en toda mi vida: hijito, si rayas la pelota, ella llora, es una niña, y a los niños no se los maltrata. Acércate amor, escucha que está calladita, pero si la rayas, llora. Vaya, mamá me había enseñado que yo, Marcelino Pérez, era el dueño de la pelota mágica.

-Mi pelota es la única en el mundo que puede llorar, y ustedes no la tienen. – dije en el patio, en medio de un círculo que habían armado mis amigos junto a los columpios en el patio de la escuela.
-Y si puede llorar, ¿por qué es que no la he escuchado llorar? Tú eres un mentiroso, Marcelino es mentiroso, mentiroso, mentiroso, mentiroso. – Dijo Moni
-Mi pelota es mágica, ella llora, y no me creas, no me importa, y tampoco voy a permitir que le hagan daño, nadie la va a hacer llorar jamás.
-¿Y cómo sabemos que es verdad si la pelota no llora nunca? Replicó Andrés, desde el columpio, en medio de una hazaña, casi llegando al cielo.
- Porque mi mamá me lo dijo y mi mami no es como ustedes, mentirosos todos. – Exaltado respondí.

El silencio abrazó el lugar. La pelota en mi regazo, todos querían jugar con ella cuando comprendieron la virtud, la vida de mi pelota. Y ya sabía yo que ella si soportaba las patadas, en su condición de balón, pero, ¿y si la rayaban o metían algún objeto punzocortante? Así es que no permití que nadie la tocase. Algunos la acariciaron un poco, yo la llevé hasta el sector del salón donde podíamos dejar nuestras cosas. En mi casillero reposó ella todos los días luego del receso.

Mis compañeros les contaron a la tía Eugenia, mi maestra encargada. Ella fue muy buena con mi pelota, siempre verificó que estuviera bien ubicada en su sitio, que mis amigos no la tocaran. La pelota mágica la llamaron en adelante todos los de mi salón, incluyendo a mi maestra, la tía.

El último día de clases, las vacaciones, el verano, la playa, todos soñábamos los planes que tendríamos para los largos meses venideros que disfrutaríamos en compañía del sol, seguramente. 

Salí ese recreo, con mi pelota, mi compañera de todos los días, y quería conversar con alguien. Le conté que mamá quería darme un hermanito, y que yo no quería hermanito ni hermanita, porque quería el cariño de ellos entero y total para mí. Estaba en la cancha de básquet, sentado viendo jugar a los demás niños. Se dañó el balón que usaban ellos, así es que me pidieron prestada a mi pelota mágica, se las presté porque sabía que simplemente querían jugar y no hacerle ninguna travesura extra que la despertase de su sueño y la hiciera llorar. Nunca permitiría que le hicieran daño, nunca, se lo prometí a mamá, me había olvidado de comentarlo.

La campana de finalización del recreo sonó. Yo tenía que ir de inmediato a clases de pintura, mi favorita, y mi pelota mágica seguramente se estaba divirtiendo en medio de aquel juego. Se acercó a mí el entrenador del equipo y me pidió que por favor le prestara a mi amiga y me aseguró que él la haría llegar a mi salón inmediatamente culmine el juego. Me fui pensando que había hecho feliz al equipo y a mi pelota, no podía sentirme más feliz que viendo tantas sonrisas juntas. Yo casi ya no jugaba con ella porque le había agarrado un cariño único, un afecto infinito, y cómo no hacerlo, si me escuchaba cuando necesitaba alguien cerca, me prestaba su tiempo para acompañarme. A veces, no hacía nada por las tardes encerrado en mi habitación, cuando mamá se acercaba, yo tomaba un muñeco, un Jedy, y simulaba una guerra entre galaxias. Mamá se marchaba y yo volvía a contemplar el cielo desde mi ventana, con mi pelota mágica en los brazos. Ella no tenía que hacer nada, me daba la compañía que solo un amigo podía darme. A veces tuve la sensación de que ella reía, pero tal vez fue solo mi impresión. Papá una noche mientras cenábamos me dijo que ella estaba silenciosa todo el tiempo, que lloraba si yo la hería o rayaba o coloreaba sobre ella, porque no le gustaban los colores tampoco, que eso la hacía triste. Papá y mamá, mis ídolos cuidando el bienestar de mi pelota. 

Las 12:30 y las vacaciones habían llegado. Mamá fue por mi hasta el salón aquella tarde, apresurada me agarró de la mano, y yo intentaba decirle que aún no me habían dado de vuelta a mi amiga, pero ella no me escuchó ni una a, ni una e, ni nada. Mamá estaba muy empecinada en el tiempo contra reloj que la movía como a una autómata, a su antojo. Me fui, y yo planeaba todos los días cómo llegar a la escuela. Le propuse a mamá que me llevara a jugar un día pero fue imposible. No le podía decir que era por la pelota porque sería semejante irresponsabilidad de mi parte no haberla cuidado lo suficientemente bien, siendo ella tan especial, tan susceptible, tan mágica, que de seguro no volverían a confiarme un regalo tan maravilloso como este jamás en la vida. 

Cada vez que me preguntaban por la pelota yo decía que me había aburrido de ella, que estaba guardada en un lugar secreto, dónde solo ella y yo sabíamos encontrarla.

Mi pelota en el centro de la cancha de básquet. Mis ojos saltaron al verla, mi corazón se estremeció tanto que latía por fuera del pecho. Temí que estuviera llorando. Estaba allí abandonada, allí tomando sol. Saqué de la mochila que cargaba puesta el frasco de bloqueador solar que mamá me obligaba a llevar a todas partes, la unté porque el día era tan amarillo que podría jurar que ella terminaría ardiendo en llamas si no hacía algo en ese momento.

La operación era un perfecto triunfo, la metí en la maleta, caminé hacia la puerta, y papá llegando a buscarme con policías a la escuela. Me desmoroné. Cómo podía ser posible que papá hubiese llegado a la escuela si me escapé tan bien de casa, mamá no se dio cuenta. Y resulta que sí, cuando nadie supo de mí en el barrio, llamó a papá, salió corriendo de la oficina a llamar a la policía y buscarme por todos lados.

El abrazo me partía un poco los huesos, pero alcanzaba a respirar al menos. Mi pelota cayó al piso, y mi papá la pateó, lejos. Grité, lo solté, corrí tras ella. Papá me alcanzó.

-Lamento decirte Marcelino, que tu pelota no es mágica, creo que dejé que fuera muy lejos este asunto, debes saber que fue una idea de tu mamá para que la cuidaras, para que aprendieras a valorar las cosas que te compramos, que les tomes cariño, pero siento que esta ocasión se nos pasó la mano con esto. Perdóname hijo, yo sé que quieres mucho a esa pelota, pero no voy a permitir que sigas arriesgándote por objetos insignificantes, que arriesgues tu vida cruzando una calle solo, tu solo tienes 6 años, no tienes idea de lo peligroso que es que salgas a la calle solo, los peligros, todos están en la calle, y los niños tienen a sus papás que les solucionen sus problemas. Podías decirle a mamá o a mí que tenías un problema, que olvidaste la pelota, pero llegamos a estos extremos.- Concluyó papá.

Yo partí en llanto. Lloré desconsoladamente toda mi desdicha, sí, mi desdicha, ya no era yo el niño especial sobre la tierra con la pelota mágica, ahora volví a ser un niño más. Mi historia no quedaría para los libros, ya no sería yo como Sebastián en La Historia Sin Fin. Ahora volvía a ser Marcelino Pérez, sin amiga mágica que le convirtiera sus días en verdaderos milagros mágicos, a quién cuidar, proteger, con quien contemplar el cielo, a quién contarle sus más íntimos secretos. ¿Cómo volver a la escuela el siguiente año y decirle a mis amigos que todo fue mentira, que mis papás me habían engañado?

Papá me abrazó, y en ese abrazo ahora sí sentido, abrazo partido, partido de verdad, mis lágrimas formando cortinas con el mundo, divisé a mi pelota en esa bruma de lágrimas, a lo lejos. Y la escuché llorar.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         Minda  

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Sábado

                                                   
    9AM

Nace el día desde el momento en que yo decido nacer una vez más. Broche final a los sueños.  Desde la quietud empezar a ser sin hacer. Sin molestar el descanso del cuerpo. Empezar a existir de nuevo sin haber dejado de hacerlo nunca. Con la extraña coincidencia de que hoy también es hoy. Como ayer. Con la conciencia un tanto dormida. Ensoñada. Dejarla despertarse de a poco. No quiero ser brusca con ella. La ventana entreabierta. En ella incrustado está el sol. Como un afiche de verano. Es verano. El astro rey en el mismo sitio que ayer. Intacto. Tengo la sensación de que nunca se fue. Que nunca fue anoche. Como si la noche que acabo de pasar nunca fue. Hace veinticuatro horas estaba ahí mismo ése mismo sol. No se ha movido ni un solo centímetro a la derecha ni a la izquierda. ¿Y la vastedad que tiene para moverse a su antojo qué? ¿Acaso no tiene antojos? Quizá solo soy yo quien va cambiando. Ya empezó a transcurrir el día que no me esperó para empezar. Pasa el tiempo. Y aunque el tiempo pase como si nada, se va llevándote... Y dejándote nuevo. Todo a la vez. Ahí sigue la ventana. Aquí yo. Usaré mi pensamiento solo para pensar que no pienso en nada. Sábado. Sí. Ayer fue viernes. O al menos eso decía el calendario. Pero cómo saber si era sábado realmente. A veces sospecho que los días no se llaman como se los conoce. ¿Y qué tal si les suplantaron la identidad? Fácilmente podrían no ser el que dicen ser sino una invención. El invento de quién les cambió el nombre... El original. Quién sabe si el Sábado se llama Enrique, o José, o Ignacio... O algo más complejo y no descubierto aún. Algo como Sesinio. Andramo. Bimuro. Algo que tampoco podría ocurrírseme a mí porque yo tampoco lo inventé. Sencillo. Y mientras tanto él sigue. No le importa si estoy en desacuerdo con su nombre. Sábado. Te largas sin mí que me quedo pensando en ti. ¿Así me pagas?... Será mejor que vuelva a usar mi pensamiento para volver a pensar que no pienso en nada.



Minda

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